Capítulo 4 - La épica del pueblo
«¿Me querés explicar cómo es esto?», preguntó Unmalpa arrojando un ejemplar de la Constitución sobre el escritorio. Goliat, sentado en una silla delante de él, se asustó con el ruido que el pequeño libro hizo al golpear la madera, pero de inmediato se recompuso, ya estaba acostumbrado a esos arranques del presidente.
«¡¿Cómo?!», insistió Unmalpa, ubicándose en su sillón, y agregó: «¿A quién se le ocurrió esto de ser presidente si no se puede hacer nada?». El perro emitió un breve sonido que cualquier ser humano podría interpretar como un simple quejido, pero que para Unmalpa significaba el total acuerdo de su secretario con lo que él decía.
«Publico un decreto y de inmediato aparece la Justicia con eso de que es inconstitucional. Necesito más plata para hacer que la gente viva feliz y resulta que eso tiene que aprobarlo el Congreso…», detallaba el presidente mientras el perro comenzaba a entornar los ojos e inclinar un poco la cabeza hacia adelante.
«¿Qué hago, Goliat? Decime qué hago», concluyó, apoyando los codos en el escritorio y tomándose la cabeza.
Después de casi un mes de vacaciones, que muy bien le vinieron tras la muerte del Pollo, Pablo volvió al trabajo. No mucho había cambiado en la oficina en la que trabajaba. Su escritorio estaba igual, la computadora seguía haciendo el mismo ruido al encenderla, la lista de gente tramitando pensiones, jubilaciones u otros beneficios se reproducía en la pantalla, aunque había algo en el ambiente que lo hacía más denso. No era un olor ni un color, no habían cambiado los desodorantes ni habían pintado las paredes, sino que eso extraño, eso que pesaba en el aire, estaba en las personas, tanto en las que venían a hacer el trámite necesario como en sus compañeras y compañeros. Eso extraño estaba en las caras y en las actitudes, como si toda esa gente hubiese atravesado un duelo como el suyo, o peor aún, como si lo estuviesen atravesando todavía.
Todas y cada una de las sillas en la sala de espera estaban ocupadas, y una cantidad similar de personas esperaban de pie esperando su turno. «González Esther» decía en su pantalla que era la primera persona a la que debía atender. Hizo clic con el mouse en ese nombre y un pitido sonó en las pantallas que anunciaban los turnos. Una chica de no más de veinticienco años se acercó despacio al escritorio. Llevaba en brazos a una bebé y traía de la mano a un niño que recién aprendía a caminar. «Buen día. ¿En qué te puedo ayudar?», le preguntó Pablo. «No sé», le respondió la chica, y bajando la mirada dijo casi en un susurro: «Necesito trabajo o una ayuda para darles de comer a ellos».
El llamado a la puerta puso en guardia a Goliat, o mejor, lo sacó de la modorra en la que había caído. «¡Pase!», gritó Unmalpa. El ministro de Obras y el secretario de Defensa entraron al despacho despacio, esbozando un escueto saludo, y se sentaron, como se los indicó el presidente, en los sillones.
Unmalpa se ubicó delante de ellos, y el secretario canino aprovechó para bajar de la silla y acostarse en la alfombra.
«Los mandé a llamar porque necesitamos hacer dos cosas de manera urgente», comenzó diciendo Unmalpa. «Lo primero, para vos», dijo mirando al ministro de Obras, a la vez que cruzaba la pierna derecha sobre la izquierda y apoyaba ambos brazos en los costados del sillón. «Quiero que eliminen todos esos grafitis que dicen "¡Esta, mi ley!", porque a mí no me van a tomar por idiota, ya sé que es más un insulto que un apoyo a mí».
«Pero eso… Habría que pedir ayuda a los gobernadores e intendentes de todo el país, y…», quiso argumentar el ministro, pero Unmalpa lo interrumpió. «No busqués excusas», replicó el presidente. «No son excusas, es que», pretendió justificarse el ministro, pero Unmalpa se puso de pie amenazante y gritó: «¡Nada! ¡Mañana mismo quiero todas esas pintadas eliminadas de mi país».
Después, durante unos segundos, el silencio fue total. «Y a vos», retomó Unmalpa tras unos instantes, dirigiéndose ahora al secretario de Defensa, «tengo que pedirte algo muy importante». «Te escucho», dijo el hombre que hasta ahora no había hablado. «Mi pueblo, el que me votó, necesita recuperar la confianza en sí mismo, y soy yo, como enviado del Benigno, quien la restaurará», y tras decir, esto, Unmalpa enderezó el cuerpo tratando de mostrarse lo más imponente que pudiera, se tomó las manos en la espalda y ordenó: «Necesitamos una guerra. Es preciso, la patria nos lo reclama, que entremos en combate. Recuperando la épica de nuestro país la gente, mi gente, se olvidará del hambre y las miserias, ambos, inventos de la izquierda internacional».
Durante el descanso de las diez de la mañana, Pablo se reunió en la cocina con dos compañeras de trabajo para tomar café. Estaba exhausto, no de atender a tantas personas, que ese era su trabajo y, aunque monótono, no le disgustaba, sino de escuchar las situaciones por las que la gente llegaba hasta allí. Ambas compañeras le explicaron que todo enero había sido así, pero que además la cantidad de pedidos se incrementaba cada día.
Pablo no había dejado de leer diarios y ver noticieros, por lo que sabía que la cosa se estaba complicando mucho, pero media mañana en su escritorio le había dado el cachetazo de realidad que las vacaciones le habían dosificado.
Luciana estaba relatando un caso en particular que había atendido justo esa mañana cuando Pablo notó nuevamente esa sensación en todo el cuerpo, eso que le sucedía desde hacía unos días y que le llamaba la atención, aunque su razón no lo dejase pensar más que en casualidades, en meras coincidencias.
Se disculpó con sus compañeras, enjuagó la taza, la dejó en el escurridor y fue directo a su escritorio. Se sentó ante la computadora y esperó. Efectivamente, como suponía que podía suceder, una lapicera se movió sin que nadie la tocara.