Capítulo 18 - La belleza

En el horizonte, las nubes parecen hechas ex profeso para que, con su consistencia, filtren la luz de la manera en que lo hacen ahora, tiñendo el amanecer de rojos, anaranjados, magentas... Toda una gama que Justo Unmalpa mira desde la ventana de su despacho.

El punto de fuga de la extensa avenida coincide en este amanecer con el lugar exacto en el que el sol se asoma. Esa estrella que brilla a ocho minutos de aquí impacta su luz en los ojos de la mujer que durmió arropada con trapos viejos y cartones en la puerta de un banco y que, sin cambiar de posición, permite que cierta tibieza le acaricie la cara. Los vidrios de los autos y los edificios, el cemento, el asfalto y hasta las personas que a esa hora caminan por las veredas reflejan los colores que caprichosamente las nubes, allá en el fondo, tiñen. «Bello», piensa, y se da cuenta de que hace mucho tiempo que no usa esa palabra.

Todos esos tonos juntos le producen incomodidad. A pesar de los esfuerzos que su madre y su padre hicieron cuando era niño e incluso cuando fue adolescente para que complementara sus estudios formales con alguna actividad artística, el pequeño Justito nunca pudo descubrir la belleza de una pintura o de una canción, y mucho menos de un poema. Su pensamiento, siempre puesto en la comparación entre él y el resto del mundo, fue una infranqueable muralla que le impidió entender qué podía ser aquello a lo que la gente denominaba belleza.

«¡Tremendo amanecer!», le dice una estudiante de secundario a su novio al pasar al lado de la mujer que permanece acostada junto a la escalinata de ingreso al banco. Ella, la que está acostada, no la que camina, tiene los ojos entornados, porque la luz, potente y roja, le da de frente. Esa explosión de colores es apenas soportable, pero no quiere dejar de observar cada detalle de esa maravilla. Es que ese amanecer se parece tanto a la ilustración de uno de los pocos libros que alguna vez pudo tener entre sus manos… Era en la primaria, en tercer grado, cuando la maestra, la seño Carina, les hizo leer un libro de poesía. Ahí, uno de los poemas estaba ilustrado con un amanecer como este, pero era un amanecer en una playa, y este, el de la realidad, el de esta realidad que ella vive, es en la ciudad. El poema hablaba, justamente, de un amanecer, y la seño Carina había dicho que era bello, como bella era la ilustración que lo acompañaba, esa de la que se acuerda mientras ve colores y sombras y reflejos a los que también califica de bellos.

Pensando en las críticas que los medios de comunicación le vienen haciendo desde hace semanas a su gobierno, Unmalpa tira un insulto al aire. «¡Ineptos cagatintas!», dice después del insulto, y sonríe, porque se da cuenta de que acaba de usar una frase que podría perfectamente repetir para agredir a los periodistas. Sus posibilidades de satisfacción se reducen a pocas cosas, y una de ellas es pensar anatemas creativos para menoscabar a quien quiera que piense distinto. De pronto, sus cavilaciones se ven interrumpidas por dos golpes secos en la puerta de su despacho. «¡Pase!», ordena, y de inmediato entra un mozo que carga una bandeja en la que trae un bol con leche y un plato con carne bien cocida y cortada en trozos pequeños. Goliat ya reconoce a ese hombre y sabe por qué viene a esa hora al despacho, así que se baja del sillón moviendo la cola y se acerca despacio al rincón en el que todos los días le depositan su almuerzo. «¿Precisa algo más?», pregunta el mozo, pero Unmalpa ni siquiera responde. Nunca supo lo que era la belleza y tampoco aprendió el mínimo de modales de cortesía.

Los colores. Ya nada es tan rojo como hasta hace unos instantes, así que decide levantarse, un tanto porque el movimiento de gente se ha intensificado y otro tanto porque tiene hambre y necesita salir a recorrer cafés, restoranes y tarros de basura para encontrar algo que la satisfaga. También tiene sed, pero eso puede resolverlo en la plaza. Y ganas de orinar… Siente la necesidad urgente de orinar, tan urgente que no puede pensar en buscar un café en el que le presten el baño, y menos en sus condiciones… Hace tanto que no se baña… Así que, sencillamente, bajo los trapos y los cartones se baja el pantalón y orina. Se acomoda de manera de mojar lo menos posible la ropa. Orina despacio para que el líquido se escurra entre los muslos, rogando que sea absorbido por el cartón que la protegió del frío del piso.

Goliat engulle lento su desayuno. No pasa hambre y no hay nadie con quien disputar cada bocado, así que se toma su tiempo. Escucha que Unmalpa dice algo, pero, claro, no lo entiende, es que no hay entre esas palabras alguna que reconozca como orden o llamado, algo que lleve a la consecuente respuesta tras un estímulo, que es así como sabemos que funcionan los perros, gatos, elefantes y demás animales adiestrados para cumplir una función, y también podemos colegir que es así como funciona Unmalpa, porque su gobierno parece reducirse a eso, a respuestas sin reflexión ante estímulos de cualquier tipo. Por eso el presidente emite otro insulto en voz alta, y después mira a su perro y se da cuenta de que el sedentarismo de un cargo público lo está haciendo engordar más de la cuenta.

Se acomoda el pantalón como puede y por fin se levanta. Por fin podemos verle la panza y descubrir que está embarazada de seis meses. Tiene hambre, y debe resolverlo pronto. Abandona sus cosas allí, en la puerta del banco, y mientras se dirige a la panadería más próxima a mendigar un mendrugo, le pide a la Virgen que nadie le robe los cartones que deja en un rincón.